Olimpiada de salón

MONCHO ALPUENTE* : Por fin un cambio radical en la forma de hacer política: Gallardón y Lissavetzky han dado estos días un ejemplo de colaboración sustituyendo el enfrentamiento por el acuerdo, el conflicto por el pacto. El gobierno popular y la oposición socialista abordarán conjuntamente uno de los grandes retos de la ciudad en los próximos años. El modélico acuerdo no tiene nada que ver con la educación ni con la financiación, ni con la sanidad, ni con el tráfico, el ruido o las basuras, sino con el sueño olímpico que ambos comparten. La candidatura madrileña para el año 2020 está servida, no se sabe si por corazonada o por cabezonería, pero no desde luego como expresión de la voluntad popular, que marcha por otros derroteros muy alejados de las pistas de atletismo y de los estadios. Los madrileños preferirían poder hacer deporte ellos mismos, hoy, en unas instalaciones municipales decentes y solventes de las que carecen, antes que esperar nueve años para ver cómo la élite del deporte mundial compite a las puertas de su casa. El tema olímpico no figura en la lista de las 300 cosas que más preocupan a los ciudadanos.
La modesta proposición olímpica del Ayuntamiento de Madrid se centra en unos Juegos de bajo costo, unas olimpiadas low cost a juego con la austeridad que se impone en este tiempo de penurias. La mayor parte de las infraestructuras ya están hechas, dicen sus defensores, y resultaría una lástima y un despilfarro no utilizarlas como se merecen. La iniciativa municipal cuenta con el apoyo entusiasta, como no podía ser menos, del Comité Olímpico Español. "A la tercera va la vencida" declaró exultante Alejandro Blanco, presidente del COE; de momento tenemos de nuestra parte al refranero, que ya es algo, aunque no resulte del todo fiable pues también apunta que no hay dos sin tres y dos veces fue ya rechazada la candidatura madrileña, que no supone un gasto sino una inversión, asegura Blanco. Cuando la corazonada de Gallardón, los madrileños invertimos 17 millones de euros, una insignificancia porcentual en la olímpica deuda de uno de los Ayuntamientos más endeudados del planeta.

Para completar el presupuesto promocional de la candidatura, el patrocinio privado aportó 21 millones de euros. Treinta y ocho millones en total que no bastaron para convencer a los exigentes miembros del Comité Olímpico Internacional, predadores voraces y capaces de ventilarse esa cantidad en los aperitivos. Los casos de corrupción en el COI, de tan frecuentes, apenas son dignos de mención en los periódicos. El incombustible Samaranch, cuya estirpe se perpetúa en el Comité, cambió el obsoleto y falaz lema del barón de Coubertin, "Lo importante no es ganar, sino participar", por otro mucho más convincente: "Lo importante no es ganar, sino participar en los beneficios". Cuando, fieles al primigenio espíritu de los Juegos, las olimpiadas convocaban exclusivamente a los mejores deportistas amateurs, la convocatoria no generaba grandes negocios, el público quería ver a los mejores de cada especialidad y los mejores, salvo en los deportes más minoritarios, jugaban en el campo profesional y cobraban una pasta por sus exhibiciones. Solo los patrocinios publicitarios y las subvenciones oficiales conseguían captar la participación de los atletas de élite. Desnaturalizado y enterrado el espíritu olímpico, la implacable competencia de los profesionales generalizó los casos de dopaje y embarró para siempre los Juegos cuatrienales.

Para la cita del 2020, la pertinaz candidatura madrileña plantea incrementar la participación del sector privado, los logotipos publicitarios acabarán sustituyendo a las banderas y los atletas se disfrazarán de hombres anuncio de esos que tan poco le gustan a Gallardón. El acuerdo entre Gallardón y Lissavetzky me trae a la memoria un viejo chiste: la selección española de fútbol jugaba por primera contra la de la Unión Soviética en el Bernabéu y Franco, que presidía el evento, expresó su malestar por la actitud de un espectador que increpaba con muy malas maneras a los jugadores soviéticos cada vez que tocaban el balón. "Dígale", ordenó el generalazo a uno de sus adláteres, "que sí, que ya sabemos que son comunistas y que los comunistas son nuestros enemigos, pero que se trata de un evento deportivo internacional y hay que guardar las formas". "Pero qué formas ni qué narices", respondió al emisario el "indignado". "Veinte años esperándolos y ahora vienen y se ponen a jugar a la pelota". El "tiqui-taca" de Gallardón y Lissavetzky se juega sobre el terreno de una ciudad endeudada y depauperada, fútbol de salón y juego de manos que escamotea la realidad, olímpica burla.

* El País - Opinión - 20.07.11

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