Demoliciones y paisajes

MANUEL MARÍA MESSEGER* : Los murcianos de la diáspora solemos regresar a la región con el corazón encogido y un cierto nudo en el estómago. Los años transcurridos desde la primera salida han ido asentando las eses al final de las palabras que pronunciamos (más difíciles son las del centro, pero también llegan) Tengo observado que tan pronto se brinca de Albacete a Murcia por el kilómetro 84 de la A-31 las eses se van volatilizando con el paso de los kilómetros hasta casi desaparecer en el desierto que rodea Cieza: un paisaje sobrecogedor de derruidas casas de adobe, chumberas polvorientas y cactus desmochados sobre montañas de tierra apelmazada al que solamente le falta un burro, una anciana de ropajes negros como el infierno y un labrador junto a un arado romano como una metáfora del tiempo estancado. Durante décadas, al murciano de la diáspora se le retuercen los entresijos mientras conduce por la moderna autovía y se pregunta una y otra vez qué será necesario para que a alguien se le ocurra eliminar la postal de la miseria, incluso mediante un trampantojo, siempre que no pretenda exponer una imagen de Cancún.
La inmersión en el paisaje de la Vega Media no le resuelve al murciano transterrado una mejor disposición para sus afectos, sobre todo si acaba de empaparse de la belleza paisajística de las suaves ensenadas y las verdes colinas de nuestro norte peninsular. Pero es ocioso comparar situaciones incomparables. Ya advirtió Ortega y Gasset hace un siglo que «el esfuerzo inútil conduce a la melancolía». Así que el murciano autoexiliado decide poner los pies en el suelo, llorar la devastación de la huerta murciana, salpicada de pueblos con revoco (o azulejos) en las fachadas y al aire las otras paredes de ladrillo del 9, o edificaciones aisladas, seguramente ilegales, sin plan de urbanismo alguno que las sustente y sin ni siquiera la aspiración a una cierta excelencia que vendría obligada simplemente con el anuncio de la llegada del mundo moderno a las explotaciones de bajocas, alcaciles, pésoles y otras exquisiteces de la tierra.

No les extrañe a los murcianos arraigados en la región que en el caletre del recién llegado tome cuerpo diversos modelos de bombas de demolición masiva que permitan algo tan soñado en el urbanismo como es partir de cero cuando no se ha sabido encauzar el ánimo depredador de los hombres sin atributos, pese a tanta consejería y direcciones generales. Como se pretende hacer con ese edificio fantasma de La Manga, demoler el Logomar, monumento a la desidia patria tras casi cuarenta años de obscena exhibición. Pero, ¿cómo meterle un mixto a la suciedad del Mar Menor, a sus medusas que navegan a sus anchas como huevos fritos en aceite requemado, sus moluscos amorcillados a los que llaman babosas, sus vertidos de aguas fecales o sus responsables locales? ¿Cómo conseguir que las autoridades murcianas dejen de culpar a Madrid de todos los males y echen una mirada crítica a sus excesivos años de desgobierno autónomo? ¿Cómo lograr que ese murciano de la diáspora no se espolse la arena de sus zapatos tras tanto paisaje sin cuidado, tanta estadística adversa, tanta barriga autosuficiente?
Lo cierto es que volverá, como siempre, y también como siempre con la secreta esperanza de que un trampantojo justiciero como una ventolera se lo haya llevado todo por delante, la desidia y la abulia, el victimismo y la aparente ausencia de planes modernizadores (sin ocurrentes eslóganes de tertulia de café, por favor), incluidos, cómo no, nuestros amados y nunca suficientemente reconocidos líderes políticos.


* La Verdad - Opinión - 25.08.11

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