Nosotros, los especuladores

ANXEL VENCE* : Tercos como mulas maliciosas, los especuladores están a punto de hundir no solo a las frágiles economías de España e Italia, sino también a los mismísimos Estados Unidos que, en su eventual caída, bien podrían provocar una recesión de alcance planetario. De esta no se libran ni los chinos, si hemos de creer a tales agüeros.
Mucho es el poder que en apariencia acumulan los tan mentados especuladores. Hacen naufragar a Estados de tanto linaje histórico como Grecia o Irlanda; mandan a pique las Bolsas; suben o bajan a placer los precios de la deuda y, en resumen, son la mano invisible que mece la cuna del mundo. Poderosos y a la vez anónimos, no es de extrañar que muchos adivinen tras los especuladores una vasta conspiración orientada a desestabilizar la economía y sacarles los untos a los trabajadores.
Conforta saber que la culpa es siempre de los demás y, particularmente, de esos misteriosos usureros que mueven los hilos de las finanzas en el mundo. Lo malo es que, a veces, las explicaciones son mucho menos retorcidas. De entrada, los especuladores no son esos pérfidos seres de nariz ganchuda a la que los dibujantes solían pintar mientras conspiraban contra la gente en oscuras covachas. Más bien que eso, la realidad sugiere que el ejercicio de la especulación está al alcance de casi cualquier ciudadano. Todos podemos serlo y, de hecho, muchísimos españoles del montón lo fueron durante la reciente era dorada del ladrillo, cuando los particulares compraban pisos sobre plano y los revendían –con sustancioso beneficio– antes de que el constructor pusiera la primera piedra.

Queriéndolo o no, cualquier habitante de la Península podía convertirse en un especulador sin más trámite que invertir sus ahorros o su crédito en la compra de un piso. Bastaba entonces con esperar tres, cinco o diez años para que la vivienda adquirida doblase su precio, aunque el valor real y no especulativo fuese exactamente el mismo. Ninguna inversión en Bolsa, templo de la especulación, garantizaba ni de lejos tamaña rentabilidad.
Gracias a tan edificante actividad de compraventa, todo ciudadano con iniciativa podía convertirse en especulador y dar su pequeño pelotazo al mismo nivel –si bien a distinta escala– que un concejal de Urbanismo, un promotor o un tiburón de las hormigoneras. Igualitaria y democrática, la economía del ladrillo proporcionaba a los españoles sin distinción de clase la posibilidad de hacerse un capitalito mediante la especulación. Una actividad hoy mal considerada que, sin embargo, la Real Academia define como la realización de "operaciones comerciales o financieras con la esperanza de obtener beneficios basados en las variaciones de los precios o de los cambios". Nada más inocente, como se ve.
Infelizmente, el abuso de esa técnica especulativa convirtió a España en una especie de Gran Casino del Hormigón que, a fuerza de subir las apuestas en el precio de la vivienda, acabó por reventar la burbuja inmobiliaria y llevar al país al borde de la bancarrota. Ahora son otros los especuladores que tratan de hacer negocio con el precio de la deuda, de parecida manera a cómo los españoles especulaban con el importe siempre creciente de las casas.
Si los primeros hicieron saltar la banca de la construcción, los segundos amenazan con dar la puntilla a la economía española, previamente arruinada ya por los cientos de miles de especuladores del ladrillo. Otras naciones menos partidarias del juego –tal que Alemania, un suponer– prefirieron fundar su prosperidad en las fábricas, la exportación y el trabajo, con los felices resultados que hoy pueden exhibir mientras la crisis agobia a las cigarras del sur de Europa. Aquí y en Italia ya solo nos queda hacer especulaciones sobre la fecha exacta en que se producirá el rescate. Aunque los especuladores sean siempre los demás, naturalmente.

* Faro de Vigo - Opinión - 8.08.11

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