La ciudad sin límites

FREDERICK COOPER* : La Ciudad de México es una metrópolis estadísticamente explosiva. Con una población de más de veinte millones de habitantes, tiene cuatro veces la de Finlandia, dos veces la de Portugal y la mitad de la de Argentina. La UNAM, la Universidad Autónoma de México cuenta con 300.000 alumnos, una población estudiantil equivalente a la de Huancayo y el doble de la de Cajamarca. Estas apabullantes cifras califican a la Ciudad de México como un prototipo característico de las megalópolis contemporáneas, aquel fenómeno urbanístico que viene transformando velozmente la situación del ser humano en el planeta. Usualmente representadas en la prensa, la televisión y los medios digitales como los escenarios turbulentos y excitantes donde discurren las actividades que mayormente concitan la atención y curiosidad de una humanidad emocionalmente emparentada a través de la voraz y acelerada difusión de la informática, la nueva realidad existencial a que ha dado lugar la imantación social acarreada por la concentración urbana conlleva sin embargo un claro deterioro del valor principal que la ciudad amplificada tendría que procurar a la masiva inmigración que fluye a sus suburbios en busca de aquella prosperidad inveterada: una calidad de vida que compensara a su precaria existencia con las prerrogativas recreativas, sanitarias, educativas, culturales y sociales que son el fundamento de la concentración urbana.

La experiencia cotidiana de hacer uso de las facilidades que debieran fluir naturalmente de una concertación equilibrada y eficiente de los servicios públicos dista mucho de disfrutar de aquella calidad de vida tan ardorosamente proclamada por los gestores de la expansión urbana. Contradictoriamente, la ocupación masiva de aquellos espacios compartidos que ahora caracteriza a las descomunales megalópolis ha engendrado, entre otras lindezas urbanísticas, la anulación del tiempo, la aniquilación de un valor existencial indispensable no sólo para que el ser humano pueda desempeñarse con ecuanimidad, integridad y empeño, sino para que pueda disfrutar de la compensación del ocio, aquel ingrediente indispensable para la reflexión y el pensamiento, fuera del cual no cabe imaginar la agitación de la invención, la creatividad o la contemplación reconfortante.

Estas meditaciones vienen al caso al cabo de una breve visita al magma urbanístico que es Ciudad de México, un manto abigarrado de arquitecturas predominantemente banales y eclécticas, hilado entre circulaciones caudalosas y vías secundarias, avenidas, calles o pasajes rectilíneos o tortuosos que hacen una madeja intrincada de vías de comunicación interferidas por la constancia de una semaforización copiosa, intercambios frecuentes y la intromisión inevitable de las redes del transporte público masivo o los carriles deprimidos de sus omnipresentes viaductos.

Ostensiblemente consecuencia de la necesidad de darle al automóvil el rol protagonista en un proceso de adecuación urbana compulsivo e incesante, la laberíntica infraestructura resultante de esta expansión ha ido atrofiando el flujo vial, consecuencia inevitable de conceder mayor movilidad a la circulación vehicular privada. Este galimatías urbanístico, no obstante lucir una apariencia monumental y eficiente, ha impuesto una demanda temporal al ciudadano, una dedicación que se traduce en su confinamiento en automóviles, autobuses o una insuficiente red ferroviaria subterránea que le detracta aquel valioso insumo que constituyó antaño el derecho al ocio reconfortante y creativo. La incidencia de esta perturbación urbana en la salud emocional del habitante peatonal fue advertida sofisticadamente en la arquitectura que el más importante arquitecto moderno mexicano (el primer Premio Pritzker y uno de los grandes diseñadores contemporáneos) realizó para su propia casa.

Independientemente de la exquisita concepción de sus modestos pero impactantes espacios interiores, y de la inspirada convicción con que actualizó sin remedar ni hacer remilgos a su admirable y potente ancestro arquitectónico, concibió una vivienda enclaustrada en torno a una jardinería meditadamente exuberante y, sobre todo, a la incorporación de un recinto abierto sobre el contorno irregular de un techo circundado por muros empinados que configuran, con las enhiestas torres de dos grandes chimeneas, el pavimento hecho de una cuadrícula de ladrillos delicadamente vidriados, el pastoso revoque de un recubrimiento obstinadamente uniforme, y un colorido tenue de intensos tonos naturales, una conformación geométrica que obra como un escudo espiritual que aísla por completo la turbulencia urbana que se agita en torno a su crucial emplazamiento. Desde su oculto, ascético y exquisito reducto arquitectónico, Luis Barragán anticipó el advenimiento de una degradación urbana a la que condenó legando el indeleble sello de una obra de arte premonitoria de un advenimiento humanamente denigrante.

* Frederick Cooper, arquitecto peruano

* La República.pe - Opinión - 23.6.12

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